martes, 23 de junio de 2009

Amor en el subte


-Mínimo tres, no te miento.
-No puede ser, eso no es amor, es otra cosa. Si querés llamémosla atracción, calentura, pero no amor.

Un amigo de la infancia, que vive en Monte Grande, me dijo una vez que se había enamorado en el subte como tres veces desde que empezó a viajar todos los días para ir al trabajo. Y que todas ocurrieron a la tarde, cuando iba para Constitución, porque dice que la gente cuando regresa está más relajada.

-¿Y por qué decís que es amor?
-Porque no nos sacábamos la mirada ni un segundo. No me dejaban de mirar, y yo no le aflojaba.
-¿Pero eso cuánto tiempo duró?
-No sé…, un par de minutos, desde Facultad de Medicina hasta 9 de julio, que fue donde me bajé.
-Intensísimo.

Mi amigo me dijo que eran chicas que seguro salían de trabajar o que iban, o venían, de la facultad. Que lo miraban, que él también lo hacía. Que hasta en más de una ocasión pensó en seguirlas y hablarles, aunque en el subte, con tanta gente, no le daba. Pero que tal vez sacarles un mail, un teléfono, un número de celular…

-¿Y te volviste a cruzar con alguna?
-No, nunca. Cuando una mina te gusta en el subte tenés que encararla; es casi imposible volver a verla: hay muchos vagones, mucha gente, y el subte pasa muy seguido, cada cuatro minutos.

Mi amigo, trabajador, estudioso y apuesto estéticamente, contaba estás historias medio en joda, medio en serio, en un asado con muchas más cervezas que gente.

domingo, 21 de junio de 2009

La razón (a voluntad)


En Capital, en las terminales de tren, las empresas regalan el diario La razón. Es, cabe destacar, un buen gesto. Porque tal vez ese periódico te acompaña en el regreso a casa, ayuda a que el viaje, y que el tiempo que se pierde, se acorte y se convierta entretenido. Ese diario, que en realidad es seudo gratuito, remplaza al libro olvidado, al reproductor sin pilas, al amigo enfermo, al celular sin crédito.

El problema reside en eso, en que es un periódico que en la teoría debería ser gratuito, que está ahí, que llegó ahí, como para hacerles las cosas un poco más placenteras a los usuarios. Pero ocurre que los pibes de la calle, hijos de la política, se los adueñan, y para darte el diario te piden monedas. ¡Justo monedas!, que se cuidan como si valieran mucho más de su valor, que escasean y son casi imposibles de conseguir. Lo peor de todo esto es que en muchos casos los que gritan el “¡La razón a voluntad!” son nenes y nenas: lamentable.

Una vez entrado en el tren, sin el diario a voluntad, se empieza a cabecear para leer de refilón el que entre sus manos tiene el señor que tenés a tu costado. Tratar de ser lo menos predecible es todo un entrenamiento, que comienza con el estiramiento del cuello y la concentración en la letra, que desde lejos es pequeñísima. Una vez logrado, te podrás enterar bien de las noticias y, de leer tan ligero, esperarás con ansias que el lector voluntarioso cambie de página y llegue rápido a la sección deportes, para ver como forma Huracán el domingo.

miércoles, 17 de junio de 2009

Sorpresas en Capital


Una de las primeras veces que fui solo a Capital fue para ir a buscar trabajo, cuando recién terminaba el secundario. En uno de esos viajes, asombrado por el tamaño de la ciudad y por la cantidad de gente, me pregunté miles de cosas y creo que llegué a la conclusión de que la ciudad de mi país es un mundo aparte, en el que la gente no se mira, no se saluda, se choca y no se pide disculpas, se pelea para ver quien se sube primero al colectivo, al taxi, al subte o al tren: viven extremadamente acelerados.

Ya con la costumbre de ir a la facultad, en tren y subte línea C, me adapté y aprendí a manejarme con más soltura. Una vez, en mis primeros viajes, me pasó algo que me marcó para siempre. Sucedió en el subte B, yo iba mirando todas las estaciones para no pasarme. Algo que hacen todos aquéllos que de repente comienzan a manejarse por Capital, aparte de abrazarse fuertemente a la Guía T. Subió un chico alto, rubio, flaco, con barba y aritos y con la foto de un gato. Comenzó explicando que se le había perdido la mascota, que estaba dispuesto a pagar recompensa y que se llamaba Michi. El chico, amanerado a más no poder, tenía mucha convicción en lo que decía, lo que captó la atención de toda la gente presente en ese vagón.
En la otra punta, un gordo pelado y sin barba le contestaba con un grito al inminente gay: “Flaco, dejate de joder, vamos todos a laburar. No es hora de que un puto se ponga a gritar en el subte por un gato de mierda”…
Asombrado, me asusté por la reacción agresiva de ese individuo, hasta que de repente el pelado agresivo anunció con aplausos que él, y el ya no tan gay, formaban parte de un grupo de teatro que hacían improvisaciones, y que ese viernes, a las 21, se presentaban en un barsucho de la calle Corrientes.

Después me bajé en Callao y caminé las cuadras que tenía que caminar para llegar al lugar donde iba. En esas cuadras, las cuatro mas bocacalles, me reí solo.

jueves, 11 de junio de 2009

Hijo único




-Pá, conseguí departamento, ya lo señé. ¡Me voy de casa!
-¡Qué bueno!, ¿en dónde?
-En Capital, Villa Crespo. Tres estaciones de subte y estoy en el trabajo. ¡No viajo más!
-Te felicito, tu mamá y tu hermano, cuando se enteren, se van a poner muy contentos…

Palabras más, palabras menos, así fue la charla que mi hermana mayor mantuvo con mi papá el día que le contó que por fin, y después de tanto andar, había conseguido departamento para alquilar. Días después, yo, hermano menor, comenzaba a darme cuenta, después de 22 años de vida, cómo es eso de ser hijo único.
Ya pasaron dos años de hijo único y el balance es variado. Hay cosas muy muy buenas, y algunas otras malas. Antes, cuando mi hermana vivía en casa de papás nos turnábamos en, por ejemplo, pagar las cuentas, hacer trámites o comprar.

Mamá docente se iba a la mañana al trabajo y nos dejaba la clásica notita con letra bien docente que decía: “Andrés: comprá pan, leche, tomate y lechuga, hace la tarea y tratá de portarte bien en la escuela. Ayelén: pagá la cuenta de luz, gas y teléfono. Llamá al gastroenterólogo y sacame un turno, andá a IOMA y comprame un bono de $2.50. Un beso, mami”.

Mamá Marta, que es de un buen comer, siempre tuvo problemas digestivos.

Papá, siempre trabajando en su puesto de diarios, nos llamaba a la mañana para contarnos que pasó tal a saludar, o que el viernes se juntaba a cenar con algún amigo de la infancia que hacía mil que no veía, que era re buen tipo, que ahora es gerente de un banco y que andaba mal porque se estaba separando de su mujer. Además, nos preguntaba si habíamos comido y si pese a la lluvia íbamos a ir al colegio (a mi hermana le encantaba ir y, proporcionalmente a los sentimientos de mi hermana, a mi me encantaba faltar). Y nos avisaba que para la noche tenía pensado hacer un guisito, y nosotros lo parábamos y le avisábamos del estado de mamá, por si las dudas.

Ahora que soy único, mi hermana viene algún que otro finde, disfruto mucho más las cosas que antes tenía que compartir y sufro por las que antes se dividían. Antes tenía que clavarme sin ganas novelas tipo Chiquititas (de alguna, igual, me hice fan), y ahora soy el que hace las compras en el súper, pago las cuentas, llamo al médico y compro los bonos para que mamá vaya al médico.